Gabriel tiene 32 años, trabaja como empleado administrativo y es fanático de las artes marciales y de Café Tacuba. Nada en su historia médica resulta relevante, y carece de antecedentes familiares significativos. Es delgado, atlético, fuma menos de cinco cigarrillos diarios y no bebe alcohol. Hace un mes, regresó agotado de su sesión de Tae Kwon-Do y se acostó a dormir. Pocas horas más tarde, lo despertó un dolor en el dorso y en la zona retroesternal que se incrementaba con los movimientos respiratorios y los cambios de posición en la cama. Pensó. Rememoró todas las versiones cinematográficas del infarto de miocardio, los relatos de la oficina, los fantasmas de la muerte súbita. Estaba solo. El dolor lo obligaba a respirar de modo superficial y entrecortado. Tuvo miedo. Llamó al servicio de ambulancias de emergencias. Treinta minutos más tarde, un joven médico lo examinaba y le realizaba un electrocardiograma. Lo tranquilizó explicándole que todo indicaba que su dolor obedecía a alguna distensión muscular producto del deporte. Le indicó analgésicos y le recomendó que visitara a un cardiólogo, sólo para que pueda reanudar su práctica deportiva de un modo prudente. El dolor desapareció en pocos minutos y durmió como si nada hubiese ocurrido.
Durante los días siguientes quiso olvidar el episodio, pero la recomendación del médico resonaba en su cabeza. Finalmente se decidió y solicitó un turno con el cardiólogo. Fue interrogado y examinado, otra vez, y se registró un nuevo ECG. El especialista coincidió en que la causa más probable del dolor era un cuadro muscular pero, dado que practicaba un deporte de alto impacto, le recomendó realizar un estudio de perfusión miocárdica con radioisótopos, en reposo y durante el esfuerzo. Gabriel intentaba sacarse la preocupación de encima, lo más rápido posible, por lo que se realizó la prueba pocos días más tarde, y regresó al cardiólogo.
El médico registró el estudio, volvió a preguntarle sobre el episodio de dolor, recapituló sus antecedentes, lo examinó nuevamente. Gabriel comenzaba a inquietarse por la actitud preocupada del cardiólogo.
- Gabriel, tu estudio muestra una zona cardíaca que no recibe suficiente flujo sanguíneo durante el esfuerzo, pero que se recupera en reposo. Es un área mínima en la región inferior de tu corazón. Pero considero que deberías abandonar tu práctica deportiva y realizarte un cateterismo cardíaco, para observar con mayor profundidad tus arterias coronarias y, eventualmente, realizar una angioplastia para desobstruir la arteria comprometida. Por otro lado, te voy a indicar que tomes diariamente aspirina, beta bloqueantes y un medicamento para controlar las grasas en la sangre.
- ¿Es grave doctor?. ¿Estoy tan enfermo?
- Bueno, aunque se te ve muy bien, el estudio indica que algo no funciona en tus arterias Coronarias, y tenemos que tomar todas las precauciones del caso.
Gabriel abandonó las artes marciales, se encerró en sí mismo y perdió el interés por la comunicación con sus seres más próximos. Perdió su deseo sexual junto con casi todos los otros deseos. Comenzó a registrar, con una minuciosidad obsesiva, cada mínima señal que provenía de su cuerpo. Desarrolló un sistema de monitoreo de sus funciones vitales, propio de un astronauta en el espacio. Presión arterial dos veces al día, frecuencia cardíaca antes y después de cada comida, se pesaba cada noche luego del baño y, más tarde, toda aquella aritmética inútil ingresaba a una planilla que a su vez convertía en bonitas curvas. Llamó regularmente a Emergencias varias veces a la semana cuando la noche encendía sus fantasmas. Al cabo de pocos días, se sintió verdaderamente enfermo. Disminuido, privado de sus sueños fundamentales, y carente de expectativas. Sus días se organizaban alrededor de los horarios en que debía tomar los medicamentos.
¿Cuál es el problema en este caso?.
“Los médicos son hombres que prescriben medicamentos que conocen poco, para curar enfermedades que conocen aún menos, a seres humanos que no conocen para nada”
Voltaire
Es curioso el modo en que los médicos hemos desarrollado una confianza ciega en los exámenes complementarios, al mismo tiempo que una desconfianza radical en nuestro propio juicio clínico.
Desplazado el criterio médico por la supuesta “objetividad” de la imagen, ya nadie duda de lo que allí se muestra mientras ignora lo que ellas significan en un contexto determinado.
Dos datos que provienen de las evidencias científicas más descarnadas:
1. La posibilidad bayesiana pre-test que Gabriel tenía de padecer una coronariopatía era bajísima. Entonces: ¿para qué solicitar un estudio?
2. La posibilidad de que las imágenes correspondan a falsos positivos es, considerablemente, alta.
Entonces, ¿qué valor asignarles?
Es posible comprender la actitud del médico que solicita una prueba incluso cuando las
posibilidades de enfermedad resultan despreciables, ya sea por el cuadro clínico como por los antecedentes y la circunstancia biográfica de un paciente. Para ello, sólo hay que apelar a alguno de los siguientes argumentos:
1. Desconfianza hacia su propio criterio clínico.
2. Automatización de los procedimientos y las conductas médicas.
3. Temor a los reclamos judiciales desmesurados que acosan al médico.
¿Qué hacer entonces con los resultados de un estudio innecesario cuando contradicen las predicciones más sensatas?. ¿Cómo actuar cuando un hallazgo se opone a lo que se esperaba que confirme?. ¿Qué hacer con una respuesta a una pregunta que nunca nos formulamos?.
Tal vez, la misma inercia que motivó la solicitud del examen ni siquiera se plantee estos interrogantes. Así, sin dudas de ninguna clase, un estudio contradictorio se intenta resolver con más estudios. En una espiral ascendente, el furor curandi no reconoce pausas para la reflexión ni espacio para la recapitulación y la búsqueda del sentido. La maquinaria sólo se mueve hacia delante, borrando las huellas de su propio origen. Ahora ya no tenemos un paciente con un síntoma sino un estudio con un signo. Ahora, el estudio es el verdadero "paciente" en un perverso sistema de equivalencias y sustituciones.
Gabriel hizo una segunda consulta en busca de otras opiniones. Se le realizó una nueva historia clínica y dos pruebas de esfuerzo hasta muy altas cargas de trabajo que resultaron negativas.
Desde su primer episodio jamás volvió a tener dolor. Pero, ¿quién se anima a decir que no?
¿Quién suspende un tratamiento, y se hace responsable de las consecuencias?, ¿quién actúa por fuera del atemorizante sistema de demandas y reclamos?, ¿quién asume que la salud es un diagnóstico muy difícil de realizar para quien sólo conoce los fantasmas de la enfermedad?, ¿quién se anima a proponer una pausa o una vuelta atrás en un mundo que sólo admite una frenética huída hacia delante?
Es posible que Gabriel encarne la silenciada posibilidad de la profecía autocumplida. No pocas veces, mientras intentamos descubrir una enfermedad, terminamos produciendo otra. Puestos a decidir entre la anónima potencia del dato, o la devaluada seguridad de nuestros propios juicios, ¿quién se siente capaz de dar el primer paso?
No lo sé con certeza, pero sospecho que el acatamiento automático a los resultados
instrumentales comienza a disolver el antiguo papel del médico como persona que recibe la información, la procesa, la pone en situación y la aplica, o la descarta en función de ese otro individuo que tiene delante suyo y que conoce íntimamente. Si, por el contrario, nos convertimos en meros administradores de exámenes complementarios y directores de tránsito entre un estudio y el siguiente, ¿cuál será el futuro que nos espera?
Alguien debería tener el valor de proponerle a Gabriel que abandone el tratamiento, que vuelva al gimnasio y que, esta misma noche, cuando sienta el pánico, que lo empuja hacia el teléfono para llamar a la ambulancia, mire la luna a través de su ventana, vuelva a soñar con la mujer que quiere mientras se deja atrapar por la atmósfera cool latina de Café Tacuba.
Usted, ¿qué haría?
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